Desde que naciste, todo se ha ido volviendo agua a nuestro alrededor.
El agua nos envuelve, nos baña, nos anfibia, y caminamos como si flotáramos en agua, pensamos y sentimos en corrientes y términos de agua, dormitamos con un ojo abierto y entre siestas de agua, y se nos aguan la mirada y la boca de mirarte.
Agua…
El agua exigua y transparente, casi seca, de tu quejido delgado de recién nacida, la herida abierta de un violín, de ese llanto intermitente al que le faltan consonantes y le sobran vocales, que es débil como el aleteo de una mariposa, y es dulce como el trisar de una golondrina, y frágil como el musitar de un pequeño roedor, y lacerado y hambriento como el aullido de un coyote, y extrañamente triste como el llorar de un cocodrilo.